UNA MASCARA FRENTE AL ESPEJO.
 

Me miro en el espejo buscando una imagen donde apoyarme y casi no soporto la quiebra que la máscara supone en la identificación. Allá al fondo, por los huecos de la careta parece querer asomarse alguien, un silencioso "si mismo", un nucleo primordial. ¿Quién soy yo? ¿a quién pertenece la imagen reflejada? ¿a qué llegaría si iniciara un proceso de desenmascaramiento que atravesara la identificación personal, familiar, histórica, social, mítica...?
Una, dos, tres, cuatro y mil máscaras se han ido mirando en el espejo tratando de encontrar una chispa de identidad, sin lograr reconocerse. Nuevas máscaras vuelven a tapar el rostro y el espejo da apoyo al nuevo personaje que surge en escena.

"Cuando me miro a mí no me percibo.
Tengo tanta manía de sentir
que me extravío a veces al salir
de aquellas sensaciones que recibo." (F. Pessoa)

Tengo una máscara cotidiana, el rostro de los acatamientos y acomodaciones que me permite llevar relaciones civilizadas y ser aceptada, querida, valorada por los demás. También a veces, me disfrazo de niña buena o de llorona, de fuerte, de indiferente o de seductora. La máscara es un elemento que me ayuda a neutralizar el desorden interno, el miedo que me producen ciertas partes de mi misma que juzgo inaceptables. Pero se inscriben con tal fuerza los dibujos de estos rostros en mi piel, que algunos días, al mirarme al espejo, surge la quiebra, se produce la escisión con el nucleo hondo de mi personalidad. Y aún cuando conservo un sentimiento positivo de existir, partiendo de ese centro de mi misma, no hay manera de hallar el modo adecuado de expresión. Está cerrado el paso, la espontaneidad encuentra los poros obstruidos.

Etimológicamente la palabra persona significa máscara. En algunas culturas estuvo ligada a rituales religiosos para personificar imágenes de dioses y en la tragedia griega resultaba un recurso teatral imprescindible. Y además están las máscaras sociales. Una persona es entonces el personaje, con algunos de sus rasgos cristalizados como una careta. Oculta y revela, pero como decía Winnicott: "Ocultarse es un placer y no ser hallado puede ser una catastrofe". Precisamente es lo que me ocurre cuando quedo identificada con la mascara que me pongo, atrapada en un autoengaño.

El espejo y los otros, espejos también sus ojos, reconocen al personaje y éste se afianza. En ocasiones por la presión interior, en mis fondos sigue latiendo alguien que quiere ser y empuja, es la misma máscara social que he elegido la que se afloja. Los rasgos rígidos se desdibujan, se diluyen y dejan paso a un rostro vivo y genuino. Son aquellos momentos, a menudo muy breves, en que percibo en el espejo, unos ojos desesperados, una boca contraida por un espasmo de odio, o un estallido de alegria que ilumina el rostro entero. Las emociones devastan el mejor maquillaje, y rompen el antifaz más sofisticado. De ahí que lamentamos lo que nos cuesta expresar ciertos sentimientos porque quedamos desnudos y vulnerables.

Por eso también resulta terapeútico el carnaval, como un acuerdo cultural para aunar esfuerzos en un solo sentido: Ocultar lo que siempre mostramos y revelar lo que habitualmente ocultamos.
El carnaval como un ejercicio consciente, como una fiesta intencionada y liberadora.
Se hace necesario un cierto distanciamiento porque igual que el ojo humano requiere espacio para captar los objetos, el alma busca perspectiva para tomar consciencia de los modos de existir. Cuando puedo ver la máscara y sostenerla delante de mi, no hay peligro de confundirla con mi cara. Sé siempre que es mi careta. Y si puedo utilizar todas mis caretas cuando y como quiera, permitiéndome ensayar, equivocarme, experimentar, puedo conectar con todas las facetas de mi ser y las máscaras se vuelven flexibles y manejables. Instrumentos para la expresión de mi autenticidad, recursos para mostrarme con una forma.
Las mascaras del ser en el carnaval de cada día.

"El aire cristaliza bajo el humo.
-ojo de gato triste y amarillo-.
Yo, en mis ojos, paseo por las ramas

VicentaUnaBrujitaEspecial

 
 
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